La mano de Cervantes

GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN

Aquella tarde de verano, el sol hacía brillar el mar de Italia, donde las naves se preparaban a enfrentarse en batalla. Soldados españoles e italianos se disponen a medir fuerzas contra los turcos en Lepanto. Las armadas de ambos ejércitos se alinean y un gran silencio precede al que será uno de los más memorables enfrentamientos navales de todo tiempo. Los cañones comienzan a abrir fuego desde sus respectivos barcos, cuyas flotas desde lejos semejan grupos de dragones que escupen llamaradas de fuego por grandes bocas de hierro. Mientras más se acercan las naves entre sí, cañones, pistolas y arcabuces son disparados sobre sus contrarios. Se acercan naves grandes y pequeñas buscando invadirse y enfrentarse cuerpo a cuerpo. Miguel de Cervantes es un soldado que hace lo suyo ese día: ataca, se defiende, se mueve de popa a proa, se empina sobre babor para disparar y enfrentar los soldados turcos que vienen del otro bando. De pronto, siente dos fuertes impactos de arcabuz en el pecho, y luego uno en la mano izquierda, que le hacen perder el equilibrio. Se tambalea herido, luego rueda por el suelo del barco. Dos amigos, los soldados Luis y José, le ayudan a incorporarse y le llevan a un lugar donde puedan detener la hemorragia, la sangre que le fluye del pecho y de la mano. Intenta seguir en la refriega, pero el dolor en las heridas aumenta y sus amigos le convencen de retirarse a los sótanos del barco. La lucha continúa; desde abajo Miguel oye gritos, tiros, choques de espada, cañonazos, bruscas caídas en el agua; se queda acostado por horas entre unos sacos y luego se asoma para ver, en medio del humo y de lágrimas de alegría, que la contienda ha sido ganada por los suyos, aprieta los dientes y da un grito de felicidad al ver que los soldados españoles e italianos celebran con vivas su victoria definitiva. Intenta apretar sus puños en señal de júbilo, pero el de su mano izquierda no le obedece, está inmóvil y tiesa.

Su mano izquierda queda anquilosada para siempre, sus dedos inermes y deformes. Pero él sigue con su vida combatiente de soldado y de escritor. Ahora le llaman el manco de Lepanto.

Un día está durmiendo y sueña que su mano derecha ha desaparecido. Da un grito de horror y despierta de la pesadilla, comprobando con alivio que su mano derecha está en su sitio, sana y salva: ahí mismo, debido al miedo, le da la orden de escribir Don Quijote de la Mancha. Desde el otro lado, la mano izquierda se ha puesto muy contenta por este acontecimiento; se mueve para estrechar a la mano derecha y darle ánimos para escribir y llevar a cabo su proyecto. Cervantes ve cómo la mano guerrera y la mano escritora mantienen un diálogo y se hacen mejores amigas; observa, sentado a su mesa de madera, cómo la mano derecha comienza a cumplir la orden.

Muchos años después, luego de concluida la famosa novela, observa, ya viejo y sentado al borde de su cama, los hermosos sucesos que sus manos recuerdan sobre grandes batallas en Lepanto y la Mancha.

Italiano

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En Margutte: Shakespeare y Cervantes: cuatro siglos de cercanía

Poetas del mundo: Gabriel Jiménez Emán, Venezuela