Come le rose disordinando l’aria

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CARTA A UNO QUE NO VIVIÓ COMO QUISO

Hermano, amigo mío,
para ti esta carta que se hace esperar
como los renuevos del pecho en verano.
Te cuento que he pensado mucho en ti
y te veo ahora con tu cuello enclavado
huyéndole al torso y a las manos:
con esa tu manera de tener los pómulos
fuera de ti,
más lejos de tu piel que de tu nombre.
Como creo que te dije, voy a llegar de pronto
un día en que no viaje nadie,
un día desigual que acudirá a mis ojos
cuando yo lo llame
y desfilará por mi perfil
crecido de racimos y rebaños.

Pero ahora, precisamente ahora,
teniendo frente a mí una madre de Picasso
de la época azul,
una madre inundada de sus maternos ecos
y de sus propios verbos circundada,
por cuyos labios desemboca un niño
entrecortado y mínimo,
precisamente ahora – digo –
me aviene tu casa al recuerdo
y sé, por el olor y la pasión y el tacto,
lo que me va a decir cuando regrese:
lo del palote en la quietud del niño
y lo del delantal con iniciales,
a la orden del día en los acuerdos familiares.

«Pobre pequeño, se cayó del naranjo
la semana pasada, todo entero cayó,
y no le quedó arriba
más que una parte mínima de labio,
para llorar muy alto por la rodilla
y el vestido y la caída.»
Y la muchacha altísima con párpados de uva,
donde discurren por la tarde las golondrinas,
y la tía con peinetas en el pelo oloroso
y los brazos dulcísimos.

Y el pan a contraluz de terciopelo
a cuestas en los cestos deslumbrados,
el pan oído siempre,
en la forma mudable de los brazos,
el tierno pan
hermano primogénito del trigo,
cuya cadera se quebró en el llano.
El pan, hermano,
el pan,
pan de tu casa
y de la mía
y del hermano eterno que nos sigue.
El pan que justifica la blandura en paz,
el que hace que miremos para arriba la tierra,
el de la levadura trascurrida en un abrazo.
El pan del hombre que reposa
con mi cuello en su alma
y con mi vientre en su hijo;
el tuyo,
el mío,
el de todos.
Por el que,
cuando en las vendimias anochece,
todos preguntan si llegó a la boca,
o si es su olor de acostumbrada albura
que regresa a la boca,
que antes que el pan encarna
y es el verbo y la voz de la paloma.

Te he hablado del pan,
hermano,
y de tu casa
en que la levadura crece por la noche
y se la siente levantando
el edificio de la sangre;
en que la levadura
organiza el silencio que la habita,
agrupa el aire
y funda el agua que la hagan
honda materia congregada y pura.

Poco tengo ya que decirte,
si no es que para hablarte de todo esto
he dejado momentáneamente entre mis cosas:
libros, cuadros, trajes,
mi corazón en rama,
y estoy ahora tan cerca de su ausencia
que hasta ignoro su causa;
tan por debajo de él que he de regresar ya,
sin tardarme,
para ayudarle a realizar su oficio
de palpitar a tiempo y alcanzarme.

Eunice Odio

Eunice Odio